Llegó el día. Ese día tan esperado por todos. El día amaneció despejado. Dieron las ocho de la mañana y Nuestro Padre Jesús salió de nuevo a pasear por las calles de nuestro pueblo, adornado con claveles sangre de toro y estrenando y precioso cíngulo de oro ceñido a su cintura, y tras Él, su divina Madre, la Virgen de la Soledad, tan guapísima como siempre bajo su palio negro, con un peculiar tocado de encaje, y exornada con claveles blancos. A pesar de que los pronósticos del tiempo apuntaban a un día lluvioso, la estación de penitencia se pudo realizar, aunque cuando nuestros Sagrados Titulares llegaron a la Plaza de Armas, cayeron algunas gotas de agua, sin embargo dejó de llover de momento, y la procesión continuó con normalidad hasta la Iglesia, donde, como de costumbre, realizaron el baile de las imágenes al compás de las marchas. A las tres y media, los pasos entraron al templo y los hermanos nos despedimos de Ellos, que, si Dios quiere, el año que viene se volverán a lucir por nuestras calles al igual que hoy.
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